“Sombras de un Secreto”

Madrid, 1937.

La lluvia golpeaba los cristales de mi despacho como si quisiera entrar a contarme sus penas. Yo estaba en mi silla, con los pies sobre la mesa y un cigarro consumiéndose entre los dedos. Me llamo Ricardo Lobo, detective privado. Y esa noche, el destino me tenía reservada una historia que olía a traición y sabía a pólvora.

Todo empezó cuando ella entró por la puerta.

—¿Es usted el señor Lobo? —preguntó con una voz que podía derretir el acero.

—Depende. ¿Viene a confesar un crimen o a encargar uno?

Se llamaba Clara Valverde. Alta, elegante, con un sombrero ladeado y unos ojos que escondían más de lo que mostraban. Me dijo que alguien había filtrado unas cartas privadas suyas a la prensa. Cartas que hablaban de negocios turbios, de amantes poderosos y de secretos que podían arruinar carreras. Y vidas.

—Quiero saber quién fue —dijo, dejando un sobre grueso sobre la mesa—. Y quiero que pague.

Abrí el sobre. Dinero suficiente para comprar mi silencio. O mi lealtad. A veces, en esta ciudad, son la misma cosa.

Capítulo 2: El Código del Silencio

Empecé por el principio. Las cartas habían sido robadas de su apartamento. No había señales de forzamiento. Alguien con acceso. Alguien cercano. El Código Penal, en su artículo 197, lo deja claro: acceder sin permiso a documentos privados, interceptar comunicaciones o difundir secretos ajenos es delito. Y no uno menor.

Me dirigí al Café Goya, donde los periodistas se mezclaban con los espías y los camareros sabían más que los jueces. Allí encontré a Julián, un reportero con más contactos que escrúpulos.

—Las cartas llegaron por correo anónimo —me dijo, entre sorbo y sorbo de coñac—. Pero el sobre olía a perfume caro. Y a venganza.

Capítulo 3: El Confidente

Seguí el rastro hasta un tal Ernesto Salvatierra, ex amante de Clara y actual asesor de un ministro. Un tipo con sonrisa de tiburón y manos de pianista. Lo encontré en su despacho, rodeado de papeles y humo de habano.

—No sé de qué me habla, detective —dijo, sin mirarme a los ojos—. Pero si alguien ha revelado secretos, debería saber que eso se castiga con hasta cinco años de prisión. Más si hay ánimo de lucro. Y créame, en esta ciudad, todo el mundo tiene un precio.

Le dejé una copia del artículo 197.2 del Código Penal sobre la mesa. A veces, la ley impresiona más que una pistola.

Capítulo 4: La Trampa

Volví al apartamento de Clara. Algo no cuadraba. Demasiado perfecto. Demasiado limpio. Y entonces lo vi: una pequeña cámara oculta tras un cuadro. Grabaciones. Imágenes privadas. Material que, según el artículo 197.7, si se difunde sin consentimiento, puede llevarte directo a la cárcel. Aunque lo hayas conseguido con permiso.

—¿Quién más sabía de esto? —le pregunté.

—Solo mi asistente. Y usted.

Capítulo 5: El Final del Juego

La asistente se llamaba Teresa. Jovencita, lista, y con una cuenta bancaria que no cuadraba con su sueldo. La encontré en la estación de Atocha, con una maleta llena de billetes y una cara que gritaba “culpable”.

—No era personal —dijo—. Solo negocios. Me ofrecieron dinero por las cartas. Y por los vídeos. No pensé que llegaría tan lejos.

La entregué a la Guardia Civil. El juez la procesó por revelación de secretos, difusión de imágenes privadas y acceso no autorizado a datos personales. Todo según el Código Penal. Todo según la ley.

Epílogo: Sombras que no se disipan

Clara me agradeció el trabajo. Me ofreció más dinero. Lo rechacé. A veces, uno tiene que dormir por las noches. Aunque sea con una botella de whisky como almohada.

Madrid volvió a su rutina de sombras y secretos. Y yo, Ricardo Lobo, seguí en mi despacho, esperando al próximo cliente. Porque en esta ciudad, la intimidad es un lujo. Y los secretos, una moneda de cambio.